Danza, lenguaje y texto: algunas perspectivas

Teoría General de la Danza 2do Cuatrimestre –2004 María Martha Gigena Danza_lenguaje_texto por Maria Martha Gigena.doc Lingüística, estructuralismo, semiología Términos como lenguaje, gramática, léxico, vocabulario, sintaxis, texto, entre otros, son utilizados en infinidad de áreas de las cuales originalmente no provienen. Estas palabras han migrado de campos afines (o incluso superpuestos), tales como la lingüística estructural, la lingüística textual y el análisis del discurso hacia otros ámbitos y han servido también para producir lecturas acerca de artefactos culturales variados, artísticos o no, entre los que puede contarse a la danza. Pero utilizar la matriz lingüística como modelo analítico hace indispensable señalar las relaciones que se establecen con otros desarrollos teóricos que están problemáticamente ligados a ella. Este es el caso de la semiología y el estructuralismo, que desplazaron o extendieron el planteo inicial realizado por la lingüística moderna, incorporaron los términos originalmente lingüísticos a otras áreas, y en referencia a los cuales la lingüística funcionó inicialmente como modelo metodológico unificador. En La poética estructuralista Johnatan Culler señala que: “La idea de que la lingüística ha de ser útil para estudiar otros fenómenos culturales se basa en dos concepciones fundamentales: primero, la de que los fenómenos sociales y culturales no son objetos o acontecimientos simplemente materiales, sino objetos o acontecimientos con significado y, por lo tanto, signos; y segunda, la de que no tienen esencia, sino que los define una red de relaciones, tanto internas como externas” Esta afirmación plantea las posibilidades de uso del modelo lingüístico en áreas que no son de su estricta incumbencia, pero determina también las relaciones de la lingüística con la semiología y el estructuralismo. De hecho, la distinción entre una y otra denominación se correspondería, para Culler, con el núcleo de estudio de cada disciplina: el interés hacia los artefactos culturales entendidos como signos, aun cuando estos sean un sistema estrictamente no-lingüístico, definiría a la semiología, mientras que el acento puesto en la noción sistemática y relacional de los elementos sería el sello del estructuralismo. Sin embargo, la distinción entre estos dos términos se considera a menudo como un accidente histórico: como si cada disciplina hubiera tomado ciertos conceptos y métodos de la lingüística estructural, convirtiéndose en un modo de análisis de estas características, y solo entonces se hubiese comprendido que estaba convirtiéndose rápidamente en una rama de esa ciencia abarcadora que Ferdinand de Saussure había imaginado. Para Terry Eagleton, por ejemplo, la diferencia entre estructuralismo y semiología reside en que el primer término ha sido generalmente aplicado a una gama de objetos (desde partidos de fútbol hasta sistemas económicos), mientras que el segundo se aplica más bien a un campo particular de estudios, es decir el de los sistemas que se consideran conformados por signos. Más allá de la pertinencia o el interés de estas distinciones, es evidente que la lingüística (un sistema particular y bastante distintivo) se constituyó en modelo de análisis de estas disciplinas y ofreció la mayor parte del léxico que utilizan. En este sentido, la afirmación prospectiva de Saussure acerca del lugar de la semiología como ciencia general de los signos y la colocación de la lingüística dentro de esa disciplina, se reformuló en la práctica. O como ha dicho Cristian Metz: “de derecho, la lingüística no es más que un sector de la semiología; de hecho, la semiología se construye a partir de la lingüística” Es posible pensar que esta supremacía de la lingüística se funda en que la convencionalidad de un sistema sígnico queda más expuesta en el lenguaje y que el “significado natural” queda más claramente desterrado también al analizar ese campo. Pero Roland Barthes, en un texto fundante acerca del término y sus implicancias (“Elementos de Semiología“, 1961) introduce una causa fundamental por la cual todo sistema semiológico se mezcla con el lenguaje, incluso más allá de que la lingüística se haya desarrollado antes que otro modelo de análisis. Desde esta perspectiva, si bien es cierto que objetos, imágenes o conductas pueden significar, y de hecho significan abundantemente, no lo hacen nunca en forma autónoma. Los conjuntos de objetos solo adquieren la categoría de sistema al pasar por la lengua, que deslinda sus significantes (bajo la forma de nomenclaturas) y nombra sus significados (bajo la forma de usos o razones). Para el Barthes de esa primera época, “el sentido no puede ser más que nombrado, y el mundo de los significados no es más que el del lenguaje”. Por lo tanto, la necesidad de remitirse al modelo de la lingüística para referirse a otros sistemas sígnicos se fundamenta en, por lo menos, dos razones: el desarrollo alcanzado o iniciado por la lingüística (en tanto privilegiado sistema de significación) y la imposibilidad de sustraerse al lenguaje, ya no como modelo, sino también como “componente de relevo” (relais) o significado. Esto es, que aquello que en un signo “no-lingüístico” puede ser entendido como “concepto”, solo puede ser dicho por un fragmento de la lengua. Esto implica, por una parte, que el estudio de los modos de otorgar significados (sentidos) solo puede ser concebido mediante el relevamiento que la lengua hace de ellos, sin que se entienda esto como una paráfrasis ; por otra parte, afirmar que los artefactos culturales pueden tratarse como “lenguajes” es sugerir que pueden estudiarse provechosamente con términos proporcionados por la lingüística. Esta última particularidad se refiere a que los objetos que pueden ser estudiados, aún en su diversidad, se constituyen, según Culler, como “fenómenos con significado más allá de su materialidad”. Pero es necesario hacer ciertas salvedades con respecto a la utilidad de este planteo en lo que respecta a la danza. En principio, determinar ciertas cuestiones dentro de una amplísima teoría de los signos, puesto que se está implicando aquí que la danza podría ser incluida dentro de los fenómenos culturales plausibles de ser analizados desde esa perspectiva. Por otra parte, la danza de la cual pretendemos ocuparnos es la llamada “danza espectáculo” con lo cual se implica además que pertenece al campo de lo artístico, por lo cual es necesario determinar ciertas particularidades del signo estético. Esto plantea la necesidad evidente de ajustar los términos o idear nuevas nomenclaturas que eviten trasladar acríticamente términos de campos diferentes. Teoría de los signos San Agustín afirmó que “un signo es una cosa que, además de la especie presentada por los sentidos, trae por sí misma al pensamiento alguna otra cosa”. En esta definición, una entre tantas, están implícitas dos cuestiones fundamentales sobre las que se ha vuelto insistentemente. En primer lugar, introduce la idea de representación (una presencia que está en el lugar de una ausencia) como un elemento fundante de la teoría de los signos. En segundo lugar, lleva a definir el modo en el que se relacionan los dos componentes del signo. Teniendo como perspectiva la utilidad de esas relaciones para pensar la danza, se hace indispensable mencionar al menos dos de las perspectivas históricas acerca del signo; esto es, las que fueran desarrolladas por Ferdinand de Saussure y C. S. Pierce y a partir de las cuales es posible hacer algunas derivaciones. Saussure estableció las bases de su perspectiva centrándose en la naturaleza del signo lingüístico, al que definió como una entidad biplánica constituida por un plano de la expresión (significante) y uno del contenido (significado). Según Lyons la tesis central saussuriana es que cada lengua está constituida por un patrón único y que las unidades que la componen pueden identificarse únicamente en términos de sus relaciones con otros componentes de la misma lengua, es decir, del sistema. El aparato teórico de Saussure se articula en torno a cuatro dicotomías básicas que son definitorias para los desarrollos posteriores. Esto es, substancia y forma (que derivará en significante y significado como los componentes indivisibles de la unidad biplánica entendida como signo); lengua y habla, entendida la primera como una institución social y un sistema de valores cuyos elementos contractuales son inmotivados y la segunda como el acto individual de actualización y selección; sintagma y paradigma, referida a los tipos de relaciones que pueden establecerse entre los elementos del sistema, en el primer caso dada por la contiguidad y la extensión dadas in praesentia, en el segundo referido a las asociaciones (como las llamó Saussure antes de Hjelmslev propusiera el otro término) dadas in absentia y referidas a las evocaciones; sincronía y diacronía, entendiendo la primera como la investigación acerca de la estructura de una lengua como se presenta en un momento determinado, y la segunda como el estudio de los cambios que se producen entre dos períodos. Estas concepciones de Saussure definieron en gran parte el camino a seguir por el estudio semiológico y el estructuralismo, y muchas de estas categorías (y otras que se desprenden de ellas) pueden ser productivas para el estudio de la danza como un sistema que produce sentido. Sobre todo, si se considera que el estructuralismo más ortodoxo ha sido ya abandonado, pero que sus estudios permitieron pensar la inmanencia de la obra fuera de las cuestiones biográficas o de explicación simplista por la relación de la obra con el contexto. Podría decirse que las teorías de Peirce tienen como objeto fundamental más bien la semiosis que el signo. C. S. Peirce trabajó específicamente sobre la naturaleza de la relación entre la mostración sensible y el concepto al que ella alude, y distinguió tres especies dentro del signo: ícono, índice y símbolo. El primer término (ícono) refiere a una relación de semejanza efectiva entre significante y significado que, si bien implica siempre convenciones, liga su arbitrariedad al parecido. El segundo (índice) propone una relación causal entre sus dos componentes. El tercero (símbolo) establece una relación convencional entre sus elementos (inmotivada más que arbitraria, como señalaría Martinet) en virtud de lo que podría llamarse una ley. De esta distinción se infiere que el ámbito de la semiología, y mucho más evidentemente el de la lingüística, es el de los signos convencionales, en los cuales no hay razón intrínseca o “natural” para la relación entre sus elementos. Aún cuando es posible que un índice se convierta en signo en un sistema cultural, esto determina los límites de otros paradigmas que pueden denominarse indiciarios y que, si bien tienen un origen común, evitan de algún modo el imperialismo de la búsqueda semiológica hacia, por ejemplo, la mera sintomatología de las ciencias médicas. En primer lugar porque Peirce se ocupa claramente de distinguir significado de referente, como aquello del mundo a lo cual se remitiría el signo. Pero lo cierto es que el significado no puede ser definido más que dentro del proceso de significación. El signo, desde la perspectiva de Peirce, tiene un carácter fundamentalmente incompleto: no puede captarse sino en relación con un interpretante (como paráfrasis o como una especificación de las relaciones con otros signos) que a su vez compondrá otro signo que probablemente requerirá una explicación adicional. La cuestión a señalar aquí es, en todo caso, que no existe significado pleno, sino que la paradoja central de la representación es, la de estar en el lugar de la cosa que, de todas maneras siempre es una distancia, una brecha insalvable que nos conduce a otra representación: "Un signo o representamen, es algo que, para alguien, representa o se refiere a algo en algún aspecto o carácter. Se dirige a alguien, esto es, crea en la mente de esa persona un signo equivalente, o, tal vez, un signo aún más desarrollado. Este signo creado es lo que yo llamo interpretante del primer signo. El signo está en lugar de algo, su objeto. Está en lugar de ese objeto, no en todos los aspectos, sino sólo con referencia a una suerte de idea que a veces he llamado el fundamento del representamen". La concepción peirceana permite distinguir con claridad una cosa es ‘lo significado’ por un signo y otra ‘la interpretación’ de ese signo. Este continuo diferimiento del sentido tiene su privilegiado desarrollo en el concepto de différance derridiana, que desmonta la concepción misma del signo tal como la tradición fonologocentrista lo concibe, y cuya concepción puede ser pertinente para la danza, pero que no desarrollaremos aquí. En resumen, se hace imposible concebir la posibilidad de desciframiento totalizador y aparece evidente la necesidad de concebir el signo y su carácter representacional ya no como un elemento para la exégesis, sino como un objeto sobre el cual desarrollar hipótesis acerca de los procedimientos de constitución del sentido: no se trata de lo que un texto (una obra de danza, una secuencia de movimiento) dice, sino de lo que hace. En definitiva, aquello que hemos venido mencionando como relacionado con la lingüística, la semiología y el estructuralismo, es una perspectiva acerca del sentido, y de las posibilidades de dar cuenta de algo emparentado con él en la danza. La noción de sentido debe ser tenida en cuenta como un significado puesto en situación. Es decir, interpretado por alguien en un contexto dado: al introducir al hombre en el sistema, hemos entrado en el universo del sentido. Este pasaje del universo de las señales (como las que una máquina podría producir) al universo del sentido no puede ser comprendido sin abordar la noción de interpretación, fundamentalmente en la figura de un destinatario humano que toma el significante dado y le adjudica significado. En rigor, este significado se transforma en sentido cuando se involucra dentro de una comprensión situacional, “cuya elección está determinada por una serie de circunstancias extrasemióticas (de momento) y que pueden resumirse en dos categorías generales: la situación en la que se produce esa interpretación y el conjunto del patrimonio del saber que permite al destinatario elaborar las valoraciones y las selecciones correspondientes” El signo estético Como hemos mencionado antes, si la danza puede ser concebida desde una perspectiva semiológica, lo cierto es que la danza a la que nos referimos se encuentra dentro de la serie artística. Y en este sentido, es necesario hacer algunas aclaraciones acerca de las particularidades de los sistemas de signos cuya función dominante es la función estética. Pensando este concepto como central para evitar los esencialismos referidos a la obra de arte. Para comenzar, los puntos de vista Saussure influyeron en el formalismo ruso (que aquí tomamos apresuradamente como un conjunto más o menos homogéneo). Lo que nos interesa en relación al formalismo ruso es, por el momento, aquello que tiene que ver con el estudio de la función estética. En principio, esta categoría se funda en que el estatuto artístico de un objeto no es un atributo esencial, sino que se conforma de manera histórica; que la dominancia de la función estética de un objeto o proceso no está plenamente bajo el dominio de un individuo; que la estabilización estética, en fin, es un asunto de colectividad. La danza como manifestación artística está involucrada, evidentemente, dentro de estas condiciones. En consecuencia, la división entre las esferas estética y extraestética no puede ser definida en términos esencialistas, en tanto, como afirma Mukarovsky, “no existen ni objetos ni procesos que, por su esencia y su estructura, y sin que se tenga en cuenta el tiempo, el lugar y el criterio con que se les valore, sean portadores de la función estética, ni tampoco otros que tengan que estar, en vista de su estructura real, eliminados de su alcance.” La función estética puede estar presente en diversos objetos y procesos, pero se vuelve dominante en el campo del arte. Por lo tanto, el objeto artístico, considerado desde esta perspectiva, estará compuesto por signos con ciertas particularidades. Por una parte, se ha considerado que el carácter de los signos que lo componen es principalmente ambiguo y tiene un alto grado de autorreflexividad: “el signo artístico es un signo autónomo que adquiere importancia en sí mismo y no como mediador”. Esto es, que los procedimientos realizados se vuelven centrales para la apreciación del sentido, y que de alguna manera el lenguaje de lo artístico llama la atención sobre su propia construcción. Una característica que Roman Jakobson en su esquema de la comunicación señala como función poética, al concebir un circuito en el cual la instancia dominante es la del mensaje en sí mismo. Pero esto supone, además, que la obra artística produce la impresión de una unidad indisoluble de mensaje y forma . En ella, la disposición estructural de las partes está intrínsecamente ligada a aquello que la obra “expresa”, sin poder diferenciarse la materialidad de sus formas dinámicas -lo que advertimos sensorialmente- del carácter lo implícito, dentro de un sistema que lo dota de sentido. En verdad, podría pensarse que esta relación indisoluble entre forma y contenido es concebible para todo tipo de lenguaje, pero cobra importancia fundamental para el objeto artístico. Por otro lado, el carácter marcadamente ambiguo del signo al que se adjudica una predominancia estética es el fundamento que permite la aparición de una variedad de interpretaciones posibles, que no necesariamente deben anularse entre sí. Esta relación libre y por eso imprevisible de la obra estética con las interpretaciones que de ella se realizan tiene una particularidad que la distingue del modo en que también cualquier otro fenómeno puede ser interpretado: la naturaleza del enraizamiento en sus soportes materiales solo permite su paráfrasis de manera acotada. La obra se carga insistentemente de nuevos sentidos en la intersección entre aquello que es su propio modo de significar y la unidad cultural - es decir, una unidad semántica inserta en un sistema- en la que se recorta. La obra de arte, entonces, transforma continuamente sus propias denotaciones en connotaciones, porque la relación entre unas y otras es particularmente intrincada, como lo ha expuesto Roland Barthes en S/Z refiriéndose al texto literario. En consecuencia, la interpretación posible de la obra es siempre abierta, lo cual no implica sin embargo que no se pueda reconocer una estructura formalizable: no se trata de la adjudicación de sentidos en un gesto desaforado de sobreinterpretación. Porque precisamente la existencia de estructuras en distintos niveles de la obra permite que esta no sea una “pura estimulación casual de reacciones aleatorias” , al mismo tiempo que conserva, en relación con la producción de sentido, una alta dosis de improbabilidad. Sumado a esto, la obra se recorta además en un sistema de expectativas psicológicas, culturales e históricas por parte del receptor, es decir, sobre un horizonte de expectativas. Inmerso en él, es posible interrogar a la obra en una dialéctica de fidelidad y libertad que no debe dejar de lado su estructura formal. Ya que las acciones que la obra lleva a cabo son significativas solo relacionadas con un conjunto de convenciones institucionales, un acercamiento a ella exige tener en consideración esas cuestiones. Es decir, considerar, por una parte, un sistema de convenciones constituido históricamente y que aporta elementos fundamentales para la interpretación, y por otra, advertir el modo en el que los tratamientos particulares que se hacen sobre las mencionadas convenciones iniciales actualizan sentidos y determinan una poética. En este sentido, frente a la obra, el receptor completa y define, sin clausurar, y ésta se presenta como un esqueleto o esquema que es indefectiblemente completado por la interpretación del destinatario. La organización de los elementos en esa obra, en lugar de designar con cierta simplicidad un objeto, designa instrucciones para la producción de sentido, y esa es la naturaleza de su semiosis Por lo tanto, la tarea crítica sobre el signo estético consiste, diferenciándose de una semántica adivinatoria, en explicar por qué razones estructurales pueden producirse esas (u otras, alternativas) interpretaciones semánticas. Es decir, intentar definir esta estrategia que produce modos infinitos de aprehensión de forma semánticamente aceptable. Una forma que sin embargo nunca es definitiva, sino conjetural, ya que parte de una infinitud que sin embargo intenta probarse en la constatación con la obra, que se presenta como “autoritariamente abierta”. La danza, como objeto plausible de ser interpretado, y considerada con una función estética dominante, no escapa a estas características y a su vez exige ajustar los términos en función de lo específico de su lenguaje. Posibilidades de una lectura Habiendo planteado brevemente estas cuestiones en torno a diferentes concepciones del signo y a las particularidades del signo estético, debemos avanzar en las posibilidades de diferentes perspectivas para estudiar a la danza dentro de esta matriz. Por una parte, el desarrollo de los estudios de la lingüística no ha sido homogéneo y el campo específico se ha abierto a otras interpretaciones, más o menos alejadas de los primeros planteos dualistas saussurianos. En este sentido, lo que apresuradamente podría denominarse como post- estructuralismo, así como la linguística textual o los desplazamientos críticos más radicales como el desconstructivismo, signados por el giro lingüístico, señalan diferentes perspectivas que pueden ser productivas, en tanto se entiendan como teorías acerca del sentido, menos estables que las iniciales. En todo caso, la elección de una caja de herramientas teóricas provenientes de la lingüística no supone descubrir el sentido oculto en la mostración de la obra o de los movimientos que se desarrollan en ella, sino a tratar de volver lo más explícitas posibles las convenciones responsables de los fenómenos y los mecanismos de producción que constituyen ese sentido. No se trata, por lo tanto, de descubrir qué dice una danza, sino cuáles son las estrategias y procedimientos mediante los cuales establece la relación entre la materialidad de su lenguaje y los sentidos que pueden adjudicársele. En síntesis: no se está considerando a la danza simplemente como mostrada físicamente, sino como un artefacto simbólico en el que los rasgos que presenta se distinguen entre sí; y esta distinción les permite estar dotados de significado dentro del sistema simbólico al cual pertenecen. O bien, como rasgos que puede problematizar esa constitución de sentido. El tratamiento de la danza desde una matriz lingüística y sus derivaciones semiológicas no puede ser pensado de manera homogénea. Esos mismos campos de estudio son diversos, se han ido ampliando y no son un cuerpo de conocimientos estáticos. A su vez, lo específico de la danza como objeto artístico en el que aparece el cuerpo humano en movimiento como constituyente, obliga a tomar los elementos que consideremos necesarios en función del recorte que se haga sobre el objeto. Desde esta perspectiva, la obra de danza, como objeto relacional, está estructurada y definida, de alguna manera, mediante su lugar en la conformación del sistema. Si esta combinación de signos y estructuras puede hacer que este análisis esté incluido dentro de una perspectiva estructuralista o semiótica no es lo esencial, sino la verificación de la convencionalidad de los sentidos, de la existencia ineludible de una interpretación, de la situacionalidad necesaria del significado para constituirse en sentido. Esta posibilidad de otorgar sentidos está ligada a los modos de representación: es decir, cómo la danza dice algo, predica algo acerca del mundo o de su propio medium. A lo largo de la historia de la danza se pueden encontrar momentos en los que la pregunta acerca del sentido en la danza es fundamental, y por lo tanto conlleva un análisis acerca de los modos en que se puede significar en este arte, con los medios por los cuales está constituida. Una distinción funcional, pero no definitiva, puede proponerse en dos líneas: 1) el movimiento como lenguaje: utilizando las herramientas de la lingüística estructural, saussuriana, cuyo nivel de análisis se inicia en el fonema pero no excede el nivel oracional. 2) la danza como texto: para lo que son pertinentes los planteos de la lingüística textual y los desarrollos ligados a una semiosis que involucra la coherencia y cohesión textual y las implicancias de la teoría de los discursos, fundamentalmente los literarios, en los que se incluyen ciertas nociones de narratividad. En cualquier caso, ninguna de estas dos perspectivas debería dejar de lado el análisis de la relación establecida entre el significante (mostración) y significado (el supuesto concepto que se quiere hacer presente) y la imposibilidad de establecer una relación no lediada entre lenguaje y mundo. La conformación de un discurso -en el lenguaje, en la danza- que sea literal, cuya pureza referencial sea capaz de reflejar las cosas “tal cual son” es una mera ilusión sostenida muchas veces por las distintas especies del realismo. En cambio, y esto ha sido históricamente problemático para la danza, aún con sus diversos modos de planteamiento, a partir del giro lingüístico se sabe que “la significación de un término ya no depende de relación con un referente sino con otros términos; también lo literal es una variante de lo figurado. La sustitución de un significante por otro es, en efecto, la definición aristotélica de metáfora. (…) Las verdades no son sino antiguas metáforas olvidadas” El movimiento como lenguaje Este planteo supone pensar como eje estructural y elemento organizativo de la danza al movimiento humano. Y a partir de allí pueden ponerse en juego categorías tales como lengua y habla, sintagma, gramática, unidad mínima de significado, sistema y otras. Este modo de lectura se centra fundamentalmente en el “lenguaje de la danza”, abstraído de los otros elementos que exceden estas unidades y que construyen un punto de vista pertinente para algunas “poéticas” y para ciertos grados de sistematización, como es el de la danza clásica. Para una posible analogía del movimiento con el lenguaje, es posible pensar una primera dificultad referida a la delimitación de la unidad mínima de sentido, una consideración fundante a la hora de pensar el lenguaje. ¿Cómo pensar en la danza el fonema o la palabra? Si el movimiento comparte con el lenguaje verbal la sucesividad, la dificultad de definir esos términos hace difícil la transposición. Como señala Jakobson, la frase es siempre más o menos traducible; y la palabra da lugar a equivalencias interlinguísticas que, aunque muy imperfectas, son suficientes como para posibilitar la existencia de los diccionarios; el fonema es radicalmente intraducible, puesto que está definido por su posición en la red fonológica. Pero el movimiento, como lenguaje temporal producido por imágenes, es intraducible en tanto está, de alguna manera, ya traducido a todas las lenguas. Si hubiera, de todas maneras, que ejercitar una delimitación de la unidad de sentido, ésta estaría dada por la extensión de la frase, no en el sentido de fraseo del movimiento, sino en términos de sentido pertinente para el análisis, lo cual la hace acercarse al concepto de lexia (unidad de lectura) que Barthes utiliza en S/Z. Este concepto eludiría también la objeción de tipo sintáctico que se presenta cuando el movimiento quiere ser tomado como lenguaje. Desde la perspectiva instalada por Chomsky una de las características fundamentales del lenguaje es su carácter recursivo, lo cual da por resultado un posible número posible infinito de oraciones. La danza, al no poseer esta potencialidad recursiva, no podría ser tratada como lenguaje, pero esta pertinencia depende, para otros, de aquello que se considere fundamental para pensar la categoría misma del lenguaje. Esta perspectiva, planteada problemáticamente por McFee es, en realidad, irrelevante como modo de neutralizar una posible analogía entre danza y lenguaje en términos de sintaxis, aunque sea importante en cuanto a la semántica. Tal vez el sistema altamente codificado de la danza clásica es uno de lo que más se presta para el estudio del movimiento como lenguaje. Por una parte, porque la danza clásica posee un conjunto amplio pero definido de elementos que la componen. Estos pueden ser señalados por separado, mediante una convención que les otorga a cada uno de ellos un nombre y una delimitación: tendú, fouetté, frappé, promenade, etc. Y a su vez estos elementos pueden combinarse con otros del sistema, tales como las posiciones de pies y brazos (numeradas de 1ra. a 5ta., con sus variantes de brazos, por ejemplo, en arabesque, de 1ra. a 3ra); y que a su vez pueden modificarse en referencia a la posición del cuerpo en el espacio (en face, croisé, epaulée, entre otros). Esto hace de la danza clásica, en oposición a otras potenciales organizaciones, un artefacto sistematizado de manera bastante estricta, una “lengua” cuyos componentes dan lugar a una serie de combinaciones que se enmarcan dentro de ese sistema. Sin embargo, si bien esto permitiría definir allí las “palabras” que organizan el sintagma, el signo de la danza académica parece ser profundamente autoreferencial y abrir las puertas a ciertas preguntas: ¿puede pensarse como sistema de signos una lengua que sólo se constituya con uno de sus planos, es decir que sea puro significante? ¿O nos encontramos frente a una lengua que al actualizarse como habla dice siempre lo mismo, es decir: nombra una y otra vez la lógica que lo encuadra? Estas cuestiones acerca de la danza académica subyacen tanto en las discusiones acerca de sus posibilidades de representación como en torno a la reflexividad de su código. Aparece aquí, en todo caso, la cuestión de que la sistematización del movimiento lo acerca a las condiciones de posibilidad de establecerse como un sistema de signos en los que se puedan señalar correspondencias entre la mostración y el concepto. En esa búsqueda puede incluirse los avances realizados por Rudolf von Laban. Ocupado en particular de ese tipo de correspondencias, y en la objetivación de las estructuras sobre las cuales se establece la adjudicación de sentido a un movimiento, el sistema labaniano es un modo de respuesta que lleva en su estructura la concepción de que la gestualidad puede analizarse y ser objetivada para hacer el mejor uso de las posibilidades expresivas del movimiento. En este modo de concebir el movimiento se funda el intento de producir una notación que fije la evidencia sensible del movimiento en sus variables constitutivas (tiempo, espacio y energía) para poder hacer con ellas un anclaje de los elementos “significantes” que remiten, una vez codificados, a aquel concepto al cual refieren. El caso de Martha Graham está más bien signado por una errónea comprensión de la posibilidades de correspondencia entre aquello que el movimiento muestra y aquello a lo que refiere. Fundado en las posibilidades expresivas del movimiento, el lenguaje creado por Graham se articula dentro de la tradición de la danza moderna histórica, pero desarrolla un nivel de codificación que, si en el discurso acerca de él se sostiene en el deseo de la narración y la tematización del movimiento, organiza sin embargo un sistema más bien autorreferencial (en lo que específicamente a movimiento se refiere) que la acerca más a la danza clásica, apoyándose para la significación en otros elementos del planteo escénico. Paradójicamente, la deficiencia que los defensores del ballet han señalado en la danza moderna es su incapacidad para conformar un léxico reconocible, en función de que su acento estuvo puesto, desde su creación, en la faz expresiva del gesto. En esta línea de pensamiento, se podría hacer ingresar una categoría productiva, proveniente del formalismo ruso, como es la del extrañamiento (ostranenie). Este concepto refiere al modo en el que el lenguaje poético se distingue, supuestamente, del lenguaje ordinario por su capacidad de interferir el proceso de automatización. Pensar el movimiento como lenguaje y tratar de concebir cuáles son los elementos que hacen del movimiento de la danza un movimiento diferenciado es preguntarse acerca de los condicionamientos dentro de los cuales el movimiento de la danza se ha desarrollado. De algún modo, el lenguaje ya establecido de la danza clásica y su continuidad en ciertas especies de la danza moderna hacen pensar en un forzamiento de la relación entre los elementos del signo, pero también en la necesidad de expandir las herramientas de la teoría si queremos ocuparnos de otros objetos que también se conciben como danza. Es decir que el extrañamiento puede entenderse como lo inesperado o lo improbable y en este sentido, la “lengua poética” de la danza clásica es sacudida por el efecto de extrañamiento que aportarán, por ejemplo, en sentidos diferentes, tanto la llamada danza posmoderna como la obra de Pina Bausch. Por un lado, poniendo en problemas el estatuto mismo de lo artístico, y por el otro haciendo volver a mirar lo dado en un sentido que excede el movimiento mismo y lo emparenta con la “escena” que se muestra. La danza como texto Tomar la obra de danza como un texto no implica abandonar las posibilidades representacionales del movimiento, sino considerar este aspecto como uno más de la producción de sentido. El uso de la lingüística estructural para el análisis de la danza, como sucede en el nivel de la sintaxis, parece exigir una extensión hacia un nivel semántico que ha sido considerado en otras áreas. Al trascender el límite impuesto de la oración como unidad de sentido, es posible desplazar la cuestión del lenguaje como sistema a una concepción de la obra como texto. Es decir, un conjunto de términos que están más o menos emparentados con la lingüística pero que de manera amplia pertenecen a lo que Todorov señaló como “ciencias del lenguaje”, y en los que otros desarrollos a la lingüística original y se liberan del modelo saussureano. Básicamente el posestructuralismo, algunas categorías planteadas por el formalismo ruso y ciertos elementos de la narratología. La noción de texto debe ser entendida cumpliendo estas condiciones: los elementos que lo componen poseen una cohesión que establece su dependencia de la totalidad: detenta una estructura que está intrínsecamente ligada con los sentidos posibles que señala; es relativamente independiente del contexto (tiene un comienzo y un final) y al mismo tiempo termina de semantizarse en su relación con otros textos. Susan Leigh Foster, en su libro Reading Dancing, ensaya un tipo de análisis akl cual se le pueden realizar objeciones, pero que expone esta concepción de la obra de danza que excede la relación excluyente con el movimiento como único modo de significación. Para Foster, lo que se produce en las obras de danza es un efecto semántico articulado a su vez en la obra de arte como totalidad. En consecuencia, puede afirmarse que la obra significa en función de su contexto, con los procedimientos y las convenciones dadas, con los géneros, códigos y modelos con los cuales produce su modo de ser interpretada. Pero es necesario oscilar entre entre las propiedades de una obra que determinan su pertenencia a un campo y las convenciones y presupuestos con los que se aborda ese texto. En esta línea de análisis, los elementos que rodean a la obra en términos de ausencia –la tradición sobre la que se recorta- y los más cercanos –señalamientos explícitos- también son indispensables. Estos últimos pueden considerarse el marco de la obra, considerando éste como todo elemento que, rodeando a la presentación de la danza, está explícito y provee elementos que la anteceden y que se constituyen así en herramientas para la producción de sentido. Foster considera como marco el programa de mano, los afiches o reseñas, y demás escritos que pueden hacer referencia específica a un texto literario o incluso hacer una reseña del espectáculo, indicar los personajes que participan. A su vez, dentro de la representación es posible hacer una fragmentación operativa de los elementos que la componen. Cohesionados en el conjunto de la obra como un texto, el vestuario y la escenografía, la música o –más ampliamente- los estímulos sonoros y la iluminación, además del movimiento, producen sentido. Si nos permitimos pensar la obra como texto, y en sus elementos in absentia, es posible también hacer uso de un concepto introducido por Julia Kristeva y que ha sido insistentemente retomado, reformulado y discutido en el campo del análisis textual, como es el de intertextualidad. Esto es, de alguna manera, considerar que una obra nunca puede ser entendida con total autonomía dentro de la serie en la cual se inscribe. En este sentido, una obra habla de todas las obras que la precedieron y de las futuras, es un fragmento de una serie interminable que funciona como una “caja de resonancia”, un “horizonte de sentido” cuya existencia es, por una parte, la prisión conceptual que organiza las posibilidades de interpretación, pero también la llave de escape que diluye los límites de ese mismo sentido. A través de una obra se piensan siempre todas las obras dadas en ese campo, se revisa y puede vislumbrarse el patrimonio que le confiere valor a lo que se muestra y que al mismo tiempo es un patrimonio violentado para producir esos nuevos sentidos. En esa caja de resonancia dentro de la cual puede adjudicarse sentido a la obra de danza, se establecen también relaciones con lo que se conoce como distinciones de género y de estilo. En el primer caso, entendido como un agrupamiento de obras dentro del sistema y cuya vinculación es siempre problemática. Pero que, en definitiva, refieren a la lógica con la que se conciben los rasgos de identificación de un cierto conjunto de fenómenos artísticos. Si la danza clásica o moderna deben ser entendidas como géneros es una discusión que implica, por supuesto, definir os elementos de familiaridad que debieran tenerse en cuenta. La noción de estilo está relacionada en el campo de los estudios literarios con una perspectiva centrada en el señalamiento de los rasgos que dotan a un texto de una pertenencia reconocible. Para Todorov, el estilo (precisamente estudiado por la estilística) es “la elección que debe hacer todo texto entre cierto número de disponibilidades contenidas en la lengua”. Para Barthes, en un sentido cercano, el estilo se recorta sobre el horizonte de la lengua. Esto es, pensar el estilo como la posibilidad, la potencialidad ya implícita en la lengua, de usar nuevamente las palabras, de decir lo mismo, pero diferente cada vez. Esta noción, trasladada al campo de la danza, puede referirse a esos modos de utilización de un vocabulario (por ejemplo, el de la danza académica) en relación con el cual es posible realizar una serie de modificaciones que, sin embargo, se recortan sobre el horizonte de lo dado. Es ese reconocimiento de marcas el que se podría hacer, por ejemplo, en el trabajo de George Balanchine o Jiri Kylian. En lo que respecta a los modos de representación (específicamente del movimiento) en la danza, Leigh Foster propone el uso de cuatro categorías retóricas que exceden, por lo tanto, el nivel sintáctico del movimiento o las preocupaciones acerca de la delimitación de las unidades, para centrarse en una semántica más abarcativa. En este análisis las unidades provienen “arbitrariamente” de la propia exigencia del material y a cada tropo se le adjudica, a su vez, un equivalente kinético con el cual estaría emparentado: metáfora (semejanza), metonimia (imitación), sinécdoque (réplica) e ironía (reflexión) La semejanza (en cierto modo homologable a la metáfora como recurso en la literatura) se sostiene en la traslación de ciertas cualidades distintivas de un objeto para establecerlas en términos de la danza. Por ejemplo, la relación entre madre e hija puede ser representada por un dúo en el cual la fuerza y solidez de una de las bailarinas se oponga a la liviandad y rapidez de la otra. En este caso, la naturaleza precisa de aquello que es representado puede quedar clara en el devenir de la danza, o esa clase de comprensión vaga puede ser todo lo que la danza necesite. En contraste, la imitación puede relacionarse con la metonimia. En ella las características visuales del objeto son transfiguradas en diseños formales que, tomando el mismo ejemplo de la relación filial, produzcan figuras de juego, desobediencia, protección y demás. Así se produce una versión esquematizada de aquello que es la apariencia del objeto. Hay correspondencia temporal y espacial con aquello que se representa. Aunque haya cambios por la escala humana y demás, se pretende dejar pocas dudas acerca del referente del movimiento. En cuanto a la réplica, muy cercana al tropo de la sinécdoque, se selecciona una cualidad particular que remite de alguna manera a la totalidad. De este modo, la presentación del par madre/hija puede centrarse en las cualidades de la relación fluctuante entre unión e independencia. Allí la interpolación se dará entre movimientos de acercamiento y contacto y otros de alejamiento y distancia. Como en la resemblanza, la exacta identidad de los movimientos mostrados es difusa. Pero mientras en la primera la cualidad seleccionada es bosquejada, aquí la relación entre cualidades es representada. Por último, puede decirse que la reflexión establece lazos con el tropo de la ironía. En este caso pueden no mostrar ninguna de las características de su objeto, o al menos no explicitarlas. Como su nombre indica, los movimientos reflexivos exponen meramente la actividad kinética, haciendo referencia a ella misma y solo tangencialmente al “mundo”. En este caso, los bailarines, absorbidos por la ejecución, pueden eventualmente manifestar una cualidad que tenga reminiscencias, siguiendo el ejemplo, de una relación filial; pero esta asociación se produce solo en breves frases, sin fundamento en el conjunto de la danza, o incluso puede no producirse. Todas estas categorías mencionadas no se manifiestan de manera exclusiva en las obras. La mayoría de las veces, en cambio, aparecen en forma simultánea o combinada. A su vez, considerando esta cuestión, puede decirse que ciertas danzas poseen una dominante más cercana a alguno de esos tipos con lo cual delimitan una poética más reconocible para cada una. En este sentido, la Danza Moderna Histórica es una clara combinación de la imitación con la réplica. Y, podríamos agregar, la poética de Cunningham está signada por la reflexividad, así como podría pensarse del sistema de la danza clásica, incluso cuando las intenciones narrativas no hayan sido abandonadas por los coreógrafos del ballet. Al arriesgar esta clasificación Leigh-Foster considera el eje del movimiento como lenguaje pero en el contexto de la obra, con los elementos escénicos y de vestuario que aportan a producir sentido en el movimiento mismo. Pero además, consideramos este planteo como incluido en un análisis de la obra como texto porque las analogías con el movimiento se refieren a tropos literarios; como tales tienden a no agotar una sola interpretación, sino que refuerzan esa condición esencialmente simbólica, continuamente diferida, de cualquier representación. En este sentido, también puede ser productiva, aunque haciendo los ajustes pertinentes, la distinción planteada por Jakobson entre las dos formas de actividad mental que había sugerido Saussure. Esto es, el orden del sistema o el paradigma, que se figura para Jakobson en la metáfora, y el orden del sintagma, representado por la metonimia. El traspaso de estas categorías a lenguajes no verbales produce lenguajes metafóricos o metonímicos, que no necesariamente se presentan aislados, sino en términos de predominio de uno sobre el otro. En efecto, el pasaje que propone Jakobson del par sintagma/paradigma al orden de los discursos en sus diferentes clases anuncia el pasaje de la lingüística a la semiología. Tal vez sea posible articular un estudio de las obras de danza como ligadas al predominio de las asociaciones sustitutivas o a las asociaciones sintagmáticas. En tanto todo lenguaje implica necesariamente ambos modelos, la danza no puede sustraerse a ellos. Por último, otra perspectiva para relacionar el lenguaje con la danza, es la representación de lo narrativo. Desde esta perspectiva puede ingresar aquí la cuestión de la narración en la danza, que está íntimamente ligada a los problemas de la representación. Por un lado, porque es necesario distinguir la idea de narración como “figuración del devenir temporal” y el concepto de “tema” que refiere a un sentido más allá de la materialidad del movimiento, pero que no involucra el desarrollo de acciones sino más bien la conceptualización de un supuesto mensaje que pueda transmitirse. En el cruce entre las pretensiones narrativas de la danza y la naturaleza de las asociaciones implicadas en el lenguaje según Jakobson, se pueden organizar las diferentes formas de representación en los géneros de danza. Es posible afirmar que ciertas obras de danza intentan narrar, es decir figurar un intervalo temporal, más allá de la propia temporalidad material del movimiento; este es el caso de buena parte de las obras de Martha Graham y de la tradición del ballet, ambos ejemplos ordenados bajo la supremacía de lo metonímico. En otros casos, las obras organizan su lenguaje de modo tal que se reconocen las dificultades del carácter representacional y se constituyen así en torno a un discurso predominantemente paradigmático. Las obras que toman como fuente lo literario tienden a condensar aún más esta problemática De allí se derivan elementos como fábula/trama que los formalistas desarrollaron y que habría que revisar para estudiar la figuración de diferentes temporalidades en la danza, así como el concepto de personaje, que para los formalistas era entendido como una función dentro del texto. y para Barthes es un haz de rasgos distintivos aglutinados en torno a un nombre. En resumen, el texto de danza (con su estatuto artístico ya otorgado) se presenta como un espacio en el cual es posible intentar un desciframiento, hacer -metafóricamente- una “lectura” de su materialidad que es siempre entendida como signo de otra cosa. La estructura, aislada de cualquier contexto, abstraída de cualquier situación, no es el objeto al cual es necesario acercarse con la intención de develar el significado último. Por el contrario, un texto es infinitamente interpretable, aunque las coordenadas de esa interpretación deban estar sustentadas en las estrategias y los procedimientos que la obra exhibe para producir el sentido. En consecuencia, puede decirse que la interpretación se produce recortada sobre el horizonte de su propia tradición, de las interpretaciones anteriores hechas sobre el texto, del efecto social que produce, en un juego conjetural que al mismo tiempo se ancla en el intento de explicar cómo el texto produce esas interpretaciones. Perspectiva histórica Volver sobre ciertos eventos en la historia de la danza que ligan la noción de signo a las concepciones de representación, imitación y expresión, no significa aplicar extemporáneamente las categorías de una época a momentos que no concebían esas mismas categorías como propias, sino percibir que en esa problemática ya se planteaban dilemas que se iluminan al ser vistos desde esta perspectiva. La confianza en la potencialidad comunicativa del movimiento humano, aún con los ajustes que se hubieran hecho en cada época, parece persistir en la danza y determinar su desarrollo sustraído de las consideraciones que se fueron haciendo en otras artes. Por una parte, entonces, se puede decir que el problema de los modos de producir sentido en la danza no es nuevo, y Noverre en el siglo XVIII ya se preguntaba seriamente acerca de ellos, aunque con un vocabulario más bien ligado a la dicotomía entre técnica y expresión. Y esa misma pregunta vuelve a ser reformulada, por ejemplo, en las modificaciones propuestas por la danza moderna; aún en la diversidad de sus planteos, esta nueva corriente dentro de la danza occidental, sentó sus bases en la pretensión de construir un modo de mostración del movimiento que pudiese dar cuenta de un contenido al cual se alude. En efecto, desde las primeras investigaciones llevadas a cabo por Francois Delsarte, no se dudó acerca de la existencia de ese contenido, comprendiéndose el movimiento mismo como gesto, lo cual implicaba de por sí comprenderlo como “movimiento expresivo”. A su vez, ciertas concepciones teóricas se desarrollan en paralelo con algunos cambios fundamentales en la danza, y se articulan temporalmente con ella. La idea de que el mundo puede ser reflejado mediante el lenguaje fue puesta claramente en duda, como hemos dicha antes, por lo que se conoció como giro lingüístico, planteo teórico que tiene sus orígenes mucho antes del post estructuralismo, en las concepciones del lenguaje ya presentes en Heidegger entre muchos otros. La noción de que el mundo es construido por el lenguaje, de que no hay referente al cual señalar sino en la propia alusión que de él se hace, tienen relación en la danza con los movimientos iniciados por Merce Cunningham y con ciertos procedimientos y concepciones de la danza posmoderna. Es así que a partir de los años 50 se produce en el ámbito de la danza una modificación acerca de las relaciones que pueden establecerse entre significado y significante. Y aunque no se abandone la creencia en las cualidades referenciales del movimiento y de la obra, el momento de autoconciencia de la especificidad del medio, constituye un corte fundamental en la historia de esta práctica artística. El cual, además, no está desligado del pasaje, en la crítica textual, de una “hermenéutica del arte” a una “erótica del arte”, como señaló Susan Sontag por esos años. El significante había aparecido claramente hasta ese momento como un mediador del significado acerca del cual había que descubrir las condiciones de la mediación e incluso para algunos encontrar y sistematizar la lógica de las relaciones entre los dos elementos. El cambio radical de esa época consiste en la puesta en crisis la concepción de la naturaleza de esa mediación y, por lo tanto, de las condiciones de referir al mundo. Si la danza refiere a algo que, a falta de una palabra mejor, puede ser mencionado como eventos del mundo, el giro lingüístico evidencia que no existe ningún modo de referir cristalinamente a los sucesos que solemos denominar realidad; simplemente porque ellos no se constituyen como tales sino a partir de sus interpretaciones, es decir del lenguaje mismo. En cierto sentido, por último, el momento de autocrítica con respecto a las posibilidades del propio medium de la danza parece estar en el planteo de Merce Cunningham. En sintonía, aunque no explícita, con lo que hemos llamado el giro lingüístico, Cunningham se apropia de los valores de la danza clásica, incorpora elementos nuevos en cuanto a la organización espacial y el uso del torso, pero reconoce la autoreferencialidad como elemento dominante de su poética. De esta forma, por el camino de la danza moderna, y estableciendo una ruptura con el contenidismo de Graham, lleva a su máxima expresión las premisas que sostuvieron la constitución del sistema académico de la danza, pero frente a las cuales el ballet no había querido abandonar la potencialidad expresiva en términos de una trascendentalidad del movimiento. En los años ´60 la revisión llevada a cabo por ciertos coreógrafos, como los de la Judson Church, puso en crisis los límites del posible “léxico” de la danza occidental. Entre otras rupturas que pueden hacer pensar en este momento de la danza como su auténtica vanguardia (el análisis sobre el medium específico y la instancia de crítica con respecto a la institución artística, por ejemplo) se incluye la utilización del movimiento cotidiano en las performances llevadas a cabo por estos años. En la perspectiva de la analogía entre movimiento y lenguaje, esta inclusión del gesto ordinario podría establecer una vinculación con las búsquedas acerca de la especificidad del lenguaje poético planteada por el formalismo ruso. Los problemas que se desprenden de esta analogía son pertinentes en tanto refieren a cuáles son las características que hacen que una porción de lenguaje se distinga de su uso fuera del lenguaje entendido como expresión artística.
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Comentarios

  • Excelente texto que abre un sustento teórico construido desde la danza, referencias y renvíos!!!!
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